La familia del entonces Teniente D. Luis Barber Grondona, ha tenido la gentileza de enviarnos este trabajos sobre las minas sufridas por el Alcázar.
Agradecemos a su familia el habernos enviado este documento, y en especial a D. Luis Barber Armada por el envío del mismo.
LAS MINAS DEL ALCÁZAR DE TOLEDO
Cuando el día 18 de septiembre de 1936, a las seis y media de la mañana, hacen explosión las dos minas, ningún miembro de la columna del Teniente Coronel Barceló puede dar crédito a sus ojos cuando «los del Alcázar» repelen su terrible ataque, minuciosamente preparado la noche anterior. Ni siquiera los importantes testigos, políticos, periodistas y curiosos, pueden salir de su asombro y decepción.
Estos defensores, desnutridos y débiles, que se habían encerrado voluntariamente el día 21 de julio en el recinto de la Academia de Infantería, Caballería e Intendencia, habían vencido a la guerra de minas lanzada por el Ejército de la República. Los guardias civiles y sus familias, militares y paisanos, a las órdenes del Coronel Moscardó, se mantenían únicamente de esperanza y fe, de fervor religioso a la espera de las prometidas columnas de liberación del General Varela que, poco a poco, se acercaban a Toledo venciendo las resistencias que encontraban a su paso.
Vamos a entrar en un edificio histórico que, escarmentado de los varios incendios de tiempos atrás, se reconstruye en 1887 con hierro y piedra. La gran consistencia y espesor de sus muros, que aumentaba hasta varios metros en la parte más baja, fue uno de los secretos de su resistencia a las voladuras e impactos de artillería, que, situadas sus baterías de 155, 105 y 75 milímetros en la Dehesa de Pinedo (al Norte), San Servando y Alijares (al Este), descarga miles de disparos contra los muros del Alcázar, sin alcanzar apenas a los cerca de dos mil habitantes de la fortaleza, aunque derriba torre tras torre, fachada tras fachada.
Pero vamos a ver a continuación la labor de mina, el ataque y la defensa.
EL PRIMER INTENTO
A principios del mes de agosto visita Toledo el Ministro de la Guerra, Teniente Coronel Hernández Saravia, acompañado del ingeniero de minas Federico Lusinger para estudiar la idea de una explosión subterránea. A su regreso a Madrid, se aprueba en consejo de ministros la entrada en escena de esta nueva dimensión en el asedio. Inmediatamente se intenta una primera galería desde el Hotel Imperial, situado en Zocodover, pero se abandona por las condiciones poco favorables del terreno, al ser de roca muy dura y suponer un avance demasiado lento.
SEGUNDO INTENTO FALLIDO
El día 15 de agosto por la noche, en el Alcázar, se escuchan ruidos extraños bajo la imprenta (situada en la primera planta de sótanos en el ángulo suroeste). Enseguida avisan al Jefe del Servicio de Ingenieros (único representante del Arma), Teniente D. Luis Barber Grondona. Puede oír el trabajo de un pico a una distancia próxima, y se acuerda del discurso que difundía la radio: «…en el Alcázar resisten cien locos con sus familias que no caen por la magnanimidad del Gobierno que no quiere emplear los recursos que le ofrecen los mineros asturianos».
El Teniente sabe lo que significa esto e informa al Coronel, no es posible iniciar una contramina, ya que no tienen medios ni siquiera contando con los proyectiles sin explosionar. Pero sí se puede observar y localizar la boca.
Se determina la dirección y distancia a la estima y, ayudándose por los conocedores de la zona, llega a la conclusión de que en los sótanos de una casa de la Plaza de Capuchinos, esquina al Callejón del Horno de los Bizcochos, está situada la boca de la mina. Han visto en este lugar varios pacos (franco tiradores) que les hostigan sin cesar desde el día anterior.
El día 18 el Coronel ordena la destrucción de esa casa. Todo está preparado para efectuar una arriesgada salida, el Capitán de Caballería D. Emilio Vela Hidalgo y su fuerza de Falange se ofrece para la misión, pero el Teniente Lacourt es un maestro en el lanzamiento de granadas y el día 19 a las once de la noche tira una Laffite dentro del patio de la casa, seguida de granadas incendiarias y gasolina, logrando el incendio y la detención de las obras. En los muros de la casa se podían leer pintadas de la CNT y del Batallón «Águilas Libertarias».
LAS MINAS
Al día siguiente se inician nuevamente los trabajos, la consigna es volar el Alcázar cueste lo que cueste, y no se escatiman medios. Se encarga de la dirección de los trabajos el Comandante de Ingenieros D. José de los Mozos Muñoz, auxiliado por el topógrafo señor Egido. Parece ser que han llegado de Asturias veinticinco mineros de CNT y UGT, los cuales se distribuyen en cuatro turnos de seis horas.
Las obras se inician en las casas situadas en los números 6 y 20 de la calle de Juan Labrador. Se trata de dos galerías, una por central sindical, siendo la de la CNT llevada en secreto, según el informe del día 31 del Oficial de Enlace, Teniente de Estado Mayor Ciutat, «se tienen referencias que la CNT está por su parte haciendo otra mina, lo que lleva en secreto».
Han escarmentado del fracaso anterior y esta vez tienen muy protegidas las casas, no dejan acercarse a amigo ni enemigo. Cambian dos veces al día de contraseña y meten los escombros dentro de las mismas casas para no ser delatados los trabajos.
En el Alcázar el día 24 de agosto se vuelven a oír ruidos, esta vez es un motor. El Teniente Barber informa al Coronel de la existencia de un compresor que da fuerza a martillos neumáticos que trabajan en el frente oeste. El Coronel le nombra Jefe del Servicio de Vigilancia y se agregan el Cabo de la Guardia Civil D. Cayetano Rodríguez Caridad, antiguo minero de las minas de Riotinto, el peón D. Francisco Aguirre y el ayudante de obras D. Adolfo Aragonés, como el anterior, de la Comandancia de Ingenieros y que actúa en calidad de asesor técnico sobre el edificio. La primera labor, y última, del Teniente, consiste en tranquilizar a toda la población alcazareña, llegando incluso al engaño.
Distribuye a sus escuchas en cuatro turnos de seis horas con la consigna severísima de dar cuenta exclusivamente a él de los resultados de la observación. En los sótanos la vigilancia era continua no sólo por los encargados de ella, sino por todos los combatientes.
Fuera, el día 28, el Teniente Ciutat informa que se avanza dos metros y medio diarios. Ya sólo faltan diecisiete de los ochenta que separan las bocas de los muros.
Mientras, en el Alcázar, el Teniente Barber piensa, estudia, pregunta. En las bibliotecas encuentra un libro de túneles y un manual de zapadores francés de 1870 donde aparecen datos prácticos sobre el avance de las galerías por procedimiento manual. También utiliza la colección de «La Ilustración Hispano-americana», que figura en la biblioteca, donde aparecen datos de zonas afectadas por voladuras desde el año 1870. El Cabo explica que normalmente se da un barreno en el centro y dos inclinados, corrigiendo los salientes con algunos tacos, de esta manera se puede avanzar ochenta centímetros por cada serie de barrenos. Se levantan losas del suelo en los sitios donde se cree pueden escuchar mejor.
Fuera, el Gobierno ejecuta paso a paso otra operación de minado, el psicológico, y antes de la explosión ya han visitado el Alcázar tres emisarios: el Comandante D. Vicente Rojo Lluch, el Padre D. Enrique Vázquez Camarasa y el Embajador de Chile en España D. Aurelio Núñez Morgado, todos con la misión de lograr la rendición, aunque cada uno con distintos matices (el señor Núñez no llegó a entrar, ni siquiera consiguió hablar con el Coronel).
El día 5 de septiembre el servicio de vigilancia confirma la existencia de dos compresores y, por deducción, dos galerías. La galería que venía en contra del torreón suroeste era poco profunda y su dirección a unos ocho metros del ángulo suroeste del torreón, la profundidad de unos cuatro a cinco metros y desembocaba en el almacén de la imprenta, situado a una altura media entre la primera planta de sótanos y la segunda. La otra, al norte, iba dirigida hacia la Puerta de Carros (en la fachada oeste) y se apreciaba peor su avance. Ese mismo día 5 se realiza una salida al mando del Comandante de Artillería González Herrera y se descubre que los sitiadores están además minando las calles cercanas al Alcázar «por si salen los del Alcázar».
El día 9, en la Junta de Jefes, el Teniente Barber muestra los primeros resultados de sus investigaciones: «el trabajo es de mina, que viene aproximadamente a la altura del pretil de la Cuesta del Alcázar y que para llegar a los cimientos del mismo necesita, por la clase especial de estos trabajos, unos ocho días más. Por la calidad del barreno, se echa de ver que no son técnicos los que la dirigen, porque los usan grandes, que pueden dar lugar a variaciones notables en la dirección, por lo cual los técnicos modernos usan barrenos pequeños y en gran cantidad».
Por voces aisladas, por pequeños reflejos de linternas, por ruidos de piedra, etc., sospechan dónde se encuentran las bocas de las minas, mientras que para situar los compresores hacen una especie de triangulación de ruidos (una vez liberados descubren el acierto de sus deducciones). Es cuando intentan nuevas salidas, una al mando del Capitán Vela y otra al mando del Comandante de Infantería D. Luis Araujo Soler (el día 11 a las cuatro de la mañana), para localizar las bocas y destruirlas. Pero la seguridad montada en torno a estas hacen fracasar todas las misiones. No obstante, el Capitán Vela y el Jefe Provincial de Falange D. Pedro Villaescusa Bonilla dan protección al Teniente Barber que, junto con estos, sale todas las noches para escuchar (pegando el fonendoscopio, conseguido en la enfermería, o la oreja, al suelo). De esta manera puede observar el progreso y avance diario.
Agotado el recurso de destruir las galerías, lo único que podían hacer era aminorar los efectos de la voladura. No se podían limitar al embudo clásico, que tendría un radio de acción limitado, había que buscar el alcance de los escombros y la zona posible de hundimientos para separarla de la gente, teniendo en cuenta que el espacio de que se disponía era muy limitado y había que aquilatar mucho. El Teniente Barber estudia el asunto en dos direcciones: una, efecto de la voladura (para marcar las zonas peligrosas), otra, día y posible hora de la voladura. Se designan las zonas peligrosas en función de la situación de la carga, carga probable máxima compatible con la profundidad y estado del edificio (con la fachada principal en el suelo). Unos indicios iban a marcar el día de la voladura: cese de los trabajos del compresor y martillo, ruidos del arrastre de las cajas de dinamita y ruidos del atraque, sentir menos claramente el cerrojo del paco que se oía en la galería del torreón, alejamiento de todos los que tiraban desde el frente oeste, y alguna indiscreción que estos pudieran cometer. La hora más probable era al amanecer y posiblemente sería precedida de un fuerte cañoneo. Pocos días antes de la voladura se piensa en la posibilidad de que algún desertor haya informado al enemigo en cuanto a estos detalles, así que tuvieron que atenerse sólo a los ruidos interiores que no se podían disimular.
El Teniente Barber cree que la voladura no va a ser tan peligrosa como se anuncia, pero de todas formas, a partir del día 11 de septiembre, comienzan a realojar al personal en las zonas más seguras (sótanos inferiores este y norte), desalojándose los sótanos del oeste e inmediaciones de la escalera principal. Como los aljibes que están cerca de la zona peligrosa pueden verse afectados, se traslada parte del agua a los más alejados. El día 13 por la noche se llegó a oír tan claramente el trabajo y murmullos de voces, que el Teniente y sus hombres van a vivir a la imprenta por si por un error se metían dentro. Tenían preparada una carga para volarles la galería y el escucha tenía fusil y bomba de mano.
La noche del 16 cesó el ruido del martillo y oyeron voces y movimientos en forma más continuada que la normal, se oyó arrastrar cajas y rodar piedras y, poco a poco, las voces se fueron haciendo más lejanas y el ruido del cerrojo del paco disminuyó hasta hacerse casi imperceptible. Inmediatamente el Teniente Barber informa al Coronel de que creía cargada la mina del torreón y suponía que a la vez habrían cargado la de la Puerta de Carros, aunque en esta no se había notado nada más que la suspensión de los trabajos y sospecha que se han quedado a unos cuatro metros de los muros.
El día 17 se da la voz de alarma y se desalojan totalmente los sitios de peligro, no sin trabajo pues los defensores ya se han acostumbrado hasta a la mina. Y este día se ultiman todos los preparativos para hacer ineficaz la voladura. En la segunda planta de sótanos, se colocan la mayor parte de las mujeres y niños y parte de los caballos que quedaban, de importancia decisiva para la alimentación de los defensores. En algunas zonas se colocaron cuerdas, cintas y alambrada para marcar la línea de máxima proyección directa, las piedras que salieran lanzadas en otra dirección tenían que chocar antes con algún muro y no serían peligrosas. A partir de esta línea se puso el resto del ganado y a continuación la gente. Se pusieron muebles que servían de muelle y como colchón para proyecciones. Esos últimos días la artillería republicana bombardeaba estas zonas seguras para aproximar al personal a las minas, pero el Coronel no cayó en la trampa.
Este día 17 los milicianos advirtieron que la voladura iba a ser a las once y media de la noche, razón por la cual todo el Alcázar sabía ya el momento de la voladura: el amanecer del 18. La noche del 17 se coloca una sección con caretas antigás en previsión de tener que combatir en esas condiciones, se refuerzan los puestos próximos a la zona peligrosa y se sitúa una Compañía en el frente norte. El resto de personal combatiente se pone a disposición del Mando en calidad de reserva. Un pelotón se encarga de engañar a los sitiadores, poniendo un centinela en el lugar de peligro que, de cuarto en cuarto de hora corre por todos los puestos y dispara en algunos para dar sensación de ocupación. Los niños son envueltos en colchones y el resto del personal descansa tumbado. Incluso el Teniente Barber cree que va a poder descansar a no ser por el niño que se pasa la noche llorando. La tensión en este equipo de vigilancia ha sido tal que el Cabo Rodríguez Caridad ha perdido la razón y vive esclavo de los ruidos, a todas horas del día y de la noche se le veía como un fantasma, con un candil de grasa de caballo, recorriendo los sótanos en busca del ruido. Cumplió con su misión hasta tal punto que permaneció encima de la carga hasta su explosión.
Esa noche el compresor sigue funcionando para desorientar a los defensores, pero no engaña a nadie, ya están todos en sus puestos esperando el momento. Incluso Toledo ha sido evacuada ante la posibilidad segura de su destrucción.
Amanece el día 18, a Toledo ha llegado el Presidente del Gobierno D. Francisco Largo Caballero, acompañado por numerosas autoridades y periodistas españoles y extranjeros, encargados de inmortalizar el momento de la explosión. Han estudiado con detalle este asunto y están convencidos que va a volar el Alcázar y parte de Toledo. De las ruinas van a salir cadáveres y gente que se rinde a discreción.
Se inicia el ataque a las seis de la mañana con grandes descargas de fusilería. A las seis y cinco rompe el fuego la artillería contra el frente este, patio del Alcázar y frente oeste por el interior. Los sitiados escuchan ochenta y seis detonaciones, y la número ochenta y siete, impresionante, a las seis y media. Por medio de un explosor eléctrico, situado en el Ayuntamiento, las minas han derribado el torreón suroeste y un trozo de la fachada oeste, más las casas que quedaban en pie en ese frente. Sólo se producen cuatro muertos, todos por imprudencia al no cumplir las normas establecidas. Los escombros no han cruzado la cuerda, aunque las proyecciones han sido desastrosas para Toledo: dos camiones que estaban cerca son lanzados por los aires hasta aterrizar encima de diversos edificios, las piedras de doscientos kilos vuelan igualmente (otras de menor peso alcanzan los dos kilómetros de distancia), en la ciudad no queda un sólo cristal sano.
La carga total de cinco toneladas de trilita, de la Compañía franco-española de explosivos de Cartagena, levanta una columna de humo que se ve en Getafe, oyéndose la explosión en los suburbios de Madrid. A los defensores les sonó como una explosión muy fuerte, muy cercana. Los testigos de fuera sintieron «una especie de trepidación atmosférica, y de repente vimos, en la parte interior del Alcázar próxima al oeste, un agudo reflejo luminoso que se envolvió en humo negro, llegando hasta nosotros el prolongado retumbar del trueno. La enorme masa de humo cubrió todo el Alcázar y las casas adyacentes».
En ese momento, nace una niña en el Alcázar. Sin embargo la mujer del Cabo de la Guardia Civil D. Apolonio Medina, que también estaba embarazada, es alcanzada por parte de un tabique y da a luz otra niña, esta vez sin fortuna ya que la criatura nace muerta a consecuencia del golpe.
En el extranjero se sigue con mucha atención estos sucesos, hasta el punto de que, al creer muertos a los defensores, el Parlamento de Brasil guarda un minuto de silencio en homenaje a estos héroes.
Después, el ataque, repleto de momentos épicos, que fracasa estrepitosamente y el comentario, que habla por sí solo, del periódico «El Alcázar» de ese día: «Seis cañones del 15,5 cm. a plena intensidad de fuego y dos minas de a 2 toneladas para arriba cada una, en acción simultánea, no han podido producir otro resultado que el aumento de estas gloriosas ruinas, que han de quedar como mudo testigo de una lucha épica».
LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD
El día 20 de septiembre en la enfermería se escuchan nuevos ruidos. El Teniente Barber informa al Coronel de la existencia de otra mina, esta vez viene contra la fachada este. Pero las columnas ya han tomado Santa Olalla y es muy posible que la mina no llegue a tiempo. Los defensores están agotados física y moralmente, así que el Coronel les ahorra este nuevo sufrimiento y la vigilancia se lleva en el más absoluto secreto.
El señor Aragonés sabe que existe una entrada a las alcantarillas, un registro de unión de varios colectores de cuarenta centímetros, con salida a uno mayor, por donde los mineros asturianos pueden iniciar los trabajos. No obstante, la entrada está a unos cuarenta metros de la explanada de gimnasia (oriental), cerca del muro de los Pabellones de la Caridad y tienen que trabajar a demasiado ritmo para llegar antes que las columnas.
El día 27 de septiembre hace explosión la mina. En una lucha contrarreloj, y ya rodeados los sitiadores por las columnas africanas, se ven forzados a dar el último asalto con este hornillo que, con una carga de cinco toneladas, provoca un embudo de treinta metros de diámetro por cuatro o cinco de profundidad, sin causar más que daños materiales.
El ataque posterior, aunque furioso, vuelve a ser rechazado, conscientes de la pronta liberación, que llega ese mismo día y a las siete de la tarde de manos de la sección de Regulares del Teniente Lahuerta.